La casa no estaba lejos de allí, de manera que al cabo de pocos instantes las personas presentes en la estancia pudieron ver por entre los mirtos del jardín á Miriam que traía de la mano á Ligia.
El primer impulso de Vinicio fué correr á su encuentro; mas á la vista de las amadas formas de la joven, la felicidad pareció privarlo hasta de sus energias y permaneció inmóvil, palpitante el corazón, sin aliento, pudiendo apenas mantenerse de pie, cien veces más emocionado que el día en que por primera vez escuchara zumbar junto á su cabeza las flechas de los partos.
Ella penetró presurosa al aposento, del todo agena á lo que allí pasaba; mas á la vista del joven se detuvo y quedó fija en el suelo. Su semblante cubrióse de rubor y luego de una intensa palidez y miró en seguida á los presentes con atónitos y atemorizados ojos.
Pero en derredor suyo no vió sino semblantes apacibles y llenos de bondad. El Apóstol Pedro acercóse á ella y preguntó: —Ligia: ¿le amas ahora como siempre?
Sucedió un instante de silencio.
Los labios de la joven empezaron á temblar como los de un niño que está á punto de prorrumpir en llanto y se siente culpable, mas comprende que debe confesar su falta.
—Contesta,—dijo el Apóstol.
Entonces, con voz llena de humildad, sumisión y te mor, dijo la joven en voz baja, arrodillándose delante de Pedro: —Si; le amo.
En ese propio instante Vinicio se puso también de rodillas á su lado.
Pedro colocó entonces las manos sobre las cabezas de ambos jóvenes y dijo: Amaos, en el Señor y para su gloria, pues no hay pecado en vuestro amor.»