Y por todas partes decían á voces: —¡Todos parecían haber olvidado que la tortura y la muerte aguardaban al Apóstol.
Este marchaba con solemne paso y con aire sereno, comprendiendo que desde el sacrificio del Gólgota no había ocurrido otro suceso de parecida importancia y que así como aquella primera muerte había redimido al mundo entero, esta muerte había de redimir á la ciudad.
A lo largo del camino las gentes se detenían llenas de asombro á la vista de aquel anciano majestuoso; y los creyentes, poniendo una mano en el hombro de los simples curiosos, les decían con tranquilo acento: —Ved como se dirige hacia la muerte un justo; el hombre que conoció á Cristo, fué discípulo y vino al mundo á proclamar le ley universal del amor.
Y los transeuntes volvíanse pensativos entonces y continuaban su camino diciendo para si: —Realmente ese hombre no puede ser culpable!
Y á lo largo del camino y al paso de Pedro se acallaban los ruidos de las calles y todos guardaban un silencio respetuoso.
Y la comitiva seguía pasando por delante de casas recién construídas, y blancas columnas de templos, sobre cuyas cúspides extendíase el vasto firmamento, sereno y azul.
Caminaban silenciosos, siendo aquel recogimiento perturbado tan sólo por el ruido de las armas de los soldodos ó el murmullo de alguna oración. Cuando ésta llegaba á oídos de Pedro, iluminábale el rostro una creciente alegría, al notar cómo iban brotando á millares los confesores de Cristo, hasta el qunto de no serle á él posible abarcarlos á todos con la vista.
Comprendía entonces que había llevado á cumplimiento su misión y estaba seguro ahora de que esta verdad que se había consagrado á proclamar durante su vida, se sobreponía por fin á todo, lo llenaría todo con empuje tan