—¿Una fiesta nupcial? ¿Qué fiesta nupcial?—preguntó Nerón.
—La de Vinicio con aquel rehén tuyo, con la hija del rey ligur. Ella está actualmente en una prisión, es cierto; pero, en su calidad de rehén no se halla sujeta á encarcelamiento. En segundo lugar, tú mismo dispusiste que Vinicio se uniese á ella en matrimonio, y siendo tus sentencias, como las de Zeus, inmutables, tú has de ordenar que salga de la prisión y yo la entregaré á tu elegido.
La sangre fría y la tranquila posesión de sí mismo con que Petronio hablaba, inmutaron á Nerón, quien se inmutaba siempre que alguien le hablaba de esa manera.
—Ya sé,—dijo bajando los ojos.—He pensado en ella y en aquel gigante que mató á Crotón.
—En ese caso ambos están salvados,—contestó Petronio con tranquilo acento.
Pero Tigelino acudió en ayuda de su señor, diciendo: —Ella está en una prisión por la voluntad del César, y tá mismo has dicho, ¡oh Petronio! que sus sentencias son inmutables.
Todos los circunstantes, que conocían la historia de Vinicio y de Ligia, comprendieron perfectamente de qué se trataba; así, pues, guardaron un silencio lleno de interés por conocer el resultado de aquella conversación.
—Ella está en una prisión contra la voluntad del César y por causa de un error tuyo, hijo de tu ignorancia de la ley de las naciones,—replicó enfáticamente Petronio.—Tú eres un necio, Tigelino; pero con todo, cierto me hallo de que tú mismo no intentarás afirmar que ella incendió á Roma, y si tal hicieras, ciertamente que no te lo habría de creer el César.
Pero Nerón se había repuesto ya y empezado á entrecerrar sus ojos miopes con una expresión de indecible malicia.
—Petronio tiene razón,—dijo al cabo de algunos instantes.