—Ten fe y atestigua la verdad!
Y salieron juntos.
Ya en la puerta, el Apóstol bendijo de nuevo al anciano, y en seguida se separaron.
El mismo Chilo insistió en ello, porque, después de lo ocurrido, sabía que el César y Tigelino darían orden de perseguirlo.
Y á la verdad no se había equivocado.
Cuando volvió a su casa, encontróla rodeada de pretorianos, quienes se apoderaron de él y le llevaron á las órdenes de Escevino, al Palatino.
El César habíase retirado á descansar, pero Tigelino aguardaba.
Cuando vió al infortunado griego, le acogió con semblante tranquilo, pero ominoso.
—Has cometido el crimen de traición,—dijo,—y no podrás escapar al castigo; pero, si estás pronto á declarar mañana en el anfiteatro que á la sazón estabas borracho y transtornado, y que los autores de la conflagración fueron los cristianos, tu castigo se limitirará á los azotes y al destierro.
—No puedo hacer eso,—contestó Chilo con aire sereno.
Tigelino se acercó á él á paso lento, y le dijo en voz baja también, pero terrible: —¿Cómo? ¿Dices que no puedes hacerlo, perro griego?
¿No estabas ébrio entonces, y no comprendes qué castigo te aguarda? ¡Mira!
Y señaló á un extremo del atrium, en el cual, cerca de un banco de madera, había medio ocultos entre la penumbra, cuatro esclavos tracios que tenían cuerdas y tenazas en las manos.
Pero Chilo, contestó: —¡No puedo!
La rabia se apoderó de Tigelino, pero todavía se contuvo.