bre á la vista de los augustianos. Brillaban sus ojos con una luz nueva en él, y su frente rugosa veíase como iluminada por una especie de inspiración ó de éxtasis. El amilanado griego de hacía pocos momentos presentábase ahora como una especie de sacerdote que acabara de recibir el soplo inspirador de un numen y estuviera en actitud de revelar alguna arcana verdad.
—¿Qué sucede? ¿Se ha vuelto loco?—preguntaron muchas voces.
Pero Chilo tornó la vista al pueblo, y alzando la mano derecha, exclamó, ó mejor dicho, gritó, con voz tan penetrante, que no solamente dejóse oir de los augustianos, sino de la multitud entera: —¡Pueblo romano! ¡Os juro por mi muerte que están pereciendo aquí víctimas inocente! ¡Ahí tenéis al incendiario Y señaló con el dedo á Nerón.
Sobrevino un silencio sepulcral.
Los cortesanos quedaron como anonadados.
Chilo continuó de pie, erguido, con el brazo extendido y tembloroso, y el dedo señalando al César.
E inmediatamente sucedióse un tumulto.
El pueblo, con la impetuosidad de una ola impelida por huracán repentino, se precipitó hacia el viejo á fin de contemplarle más de cerca.
Y aquí y allí dejáronse oir gritos de: —Arréstenlol» En otros puntos clamaban: —Ay de nosotros!» Y entre la multitud empezó también una tempestad de silbidos y de gritos.
Y las turbas repetían; —Enobarbol Matricida! ¡Incendiariol El desorden crecía por momentos.
Las bacantes daban agudos alaridos y ocultábanse en los carros.