Aquel canto fué transformándose gradualmente en una elegía, dolorida y lastimera.
En el circo reinaba el silencio.
Al cabo de algunos instantes, el César, conmovido esta vez, siguió cantando: «De tu lira celeste con los sones Pudiste ahogar los gemidos, Los intimos lamentos de las almas.
Hoy mismo, á los ecos tristes De este canto de dolor, De lágrimas se llenan nuestros ojos Cual flores que se bañan de rocíol Mas, ¿quién alzar podrá de las cenizas Y el polvo, aquel rojo y horrendo día De fuego, y desastre, y ruina?...
Y entonces tú, ¿dó estabas, oh, Esminteo?...» Y al llegar a este punto la voz de Nerón temblaba y se le humedecieron los ojos.
En los de las ventales viéronse brillar lágrimas. Y el pueblo, que le había escuchado en silencio, permaneció todavía mudo por breves momentos antes de estallar en una prolongada tempestad de aplausos.
Entretanto, desde fuera, y al través de los vomitoria, venía el ruido de los vehículos chirriantes sobre los cuales habíase colocado los sangrientos despojos de los cristianos, hombres, mujeres y niños, para ser llevados á las fosas llamadas puticuli.» El Apóstol Pedro se tomó la temblorosa cabeza con ambas manos y exclamó en lo profundo de su alma: —¡Oh, Señor! Oh, Señor! ¡En qué manos has puesto el gobierno del mundo! ¿Porqué has querido tú fundar tu capital en este sitio?
CAPÍTULO LVI
El sol descendía á su ocaso y parecía disolverse en los rojizos fulgores de la tarde.