recían no ver ni el Circo, ni á los espectadores, ni al Senado, ni al César.
El Christus regnatl» resonaba con entonación cada vez más poderosa; y por todas las filas de asientos, desde las primeras hasta las últimas, hubo más de un espectador que se hizo á sí mismo esta pregunta: —¿Qué significa esto y quién es el Christus que reina en los labios de esas gentes que van á morir?
Y entre tanto abrióse otra puerta de rejas y se precipitaron á la arena en furiosa carrera y dando salvajes ladridos una multitud de perros. Había entre ellos, gigantescos mastines amarillos, molosios del Peloponeso: perros de caza, manchados, de los Pirineos y sabuesos de Hibernia, á todos los cuales habíase privado expresamente de alimento, y que mostraban sus flancos enjutos y sus ojos inyectados en sangre.
Sus aullidos llenaron todo el anfiteatro.
Cuando los cristianos hubieron terminado su himno, permanecieron arrodillados, inmóviles, como petrificados, y limitándose á repetir en un coro gemebundo: «Pro Christol Pro Christol» Percibieron los perros al punto el olor de la carne humana bajo las pieles de fieras, pero sorprendidos del silencio y la inmovilidad en que se hallaban los cristianos, no se precipitaron inmediatamente sobre ellos.
Algunos permanecieron apegados á la división de los palcos, cual si desearan ir á mezclarse con los espectadores; otros corrían al rededor del Circo ladrando con furia, cual si estuvieran persiguiendo á una fiera invisible.
El públicó se impacientó.
Un millar de voces de protesta se alzaron; algunos espectadores aullaban como fieras; otios ladraban como perros; otros azuzaban a los animales con expresiones dichas en todos los idiomas.
El anfiteatro entero se estremecia al estruendo de aquel huracán de gritos.