puerta á la cual se acercó un hombre vestido en traje de Caronte, y en medio del universal silencio dió en ella tres golpes con un martillo, cual si de esa manera convocase á la muerte á los que se encontraban detrás de dicha puerta.
Entonces las dos hojas de ésta se abrieron lentamente, y dejaron ver una especie de obscuro foso, del cual empezaron á brotar gladiadores, los que iban ingresando en la brillante arena.
Avanzaban en divisiones de veinticinco individuos: tracios, mirmillones, samnitas, galos. Venían separados por nacionalidades, y todos pesadamente armados.
En último término entraron los retiarii, trayendo una red en una mano y un tridente en la otra.
A su vista estallaron por todas partes los aplausos, que pronto se convirtieron en una inmensa y no interrumpida tempestad.
Arriba y abajo veíanse rostros excitados, manos que batian palmas, y bocas abiertas, de las cuales brotaban aclamaciones estruendosas.
Los gladiadores dieron la vuelta á la arena, con paso firme y flexible, hermosos con sus brillantes armaduras y sus ricos trajes; haciendo luego alto delante del podium del César, soberbios y tranquilos.
El toque penetrante de un cuerno puso término á los aplausos.
Los lidiadores entonces extendieron hacia arriba la mano derecha, alzaron la cabeza á la vista del César y empezaron á gritar, ó mejor dicho á cantar con voz lenta la siguiente salutación: «Ave, César Imperator!
¡Morituri te salutan!» (1) En seguida se alejaron rápidamente, yendo á ocupar en la arena sus respectivos puestos.
(1) ¡Salve, Emperador y César! ¡Los que á morir van te saludan!