allí escuchábanse gemidos y fuera sentíanse los silbidos de prevención de los centinelas.
Entretanto, levantóse Pedro y volviéndose á la asamblea, dijo: —Hijos míos, alzad al Redentor vuestros corazones y ofrecedle vuestras lágrimas.
Y en seguida permaneció silencioso.
De súbito se oyó la voz de una mujer, quien con acento acongojado y plañidero dijo: —Soy viuda; tenía un hijo que era mi único sosten.
¡Vuélvemelo, señor!
Nuevamente reinó el silencio.
Pedro seguía de pie delante de los arrodillados fieles, lleno de solicitud y de afecto, si bien velase más envejecido por el sufrimiento.
En aquel instante parecía la personificación de la debilidad y la decreptitud.
Una segunda voz quejumbrosa dijo en seguida: —Los verdugos ultrajaron á mi hija y Cristo lo permitió.
Una tercera: —Sola he quedado con mis hijos; y cuando á mi también me lleven, ¿quién les dará el pan y el agua?
Una cuarta: —Oh, señor! A Lino, á quien al principio perdonaron, le han llevado ahora y puesto en tortura.
Y una quinta: —Cuando volvamos a nuestras casas, los pretorianos se apoderarán de nosotros. ¡No sabemos ya dónde ocultarnos!
—¡Ay de nosotros! ¿Quién nos amparará?
Y así, en el silencio de aquella noche, siguiéronse escuchando uno tras otro los lamentos de aquellos desgraciados.
El anciano pescador cerró los ojos y sacudió su cabeza blanca, en presencia de aquel triste conjunto de humanas aflicciones y temores.