tan esencial en sus asuntos, mirábalos con el interés que habría despertado en él una gran tragedia.
Ahora, no perdía la esperanza de que Vinicio hubiérase adelantado á los pretorianos y huido con Ligia, ó que, en el peor de los casos, la hubiera rescatado del poder de aquellos.
Pero, á la vez habría deseado tener de ello certidumbre, pues preveia que iba á encontrarse en el caso de contestar á las preguntas para las cuales era preferible estar preparado.
Detúvose por fin frente á la casa de Tiberio, bajó de la litera y al cabo de pocos instantes encontróse en el atrium, lleno á la sazón de angustianos.
Los amigos de la víspera, si bien sorprendidos de que el árbitro hubiera recibido invitación, hiciéronse á un lado; pero Petronio pasó por en medio de ellos, hermoso, despreocupado, sonriente, y tan lleno de confianza en sí mismo, como si en sus manos estuviera el distribuir favores en derredor suyo.
Y algunos, al verle en esa disposición, sintiéronse alarmados en su interior, temiendo haberle manifestado indiferencia demasiado temprano.
El César, no obstante, fingió no verle y no contestó á su saludo, pareciendo estar muy engolfado en la conversación.
Pero Tigelino se le acercó y le dijo: —Buenas noches, Albiter Elegantiarum. ¿Todavía persistes en afirmar que no fueron los cristianos quienes incendiaron a Roma?
Petronio se encogió de hombros y golpeando á Tigelino en la espalda, como pudiera hacerlo con un liberto, dijo: —Tú sabes, tan bien como yo, qué pensar sobre ese punto.
—Yo no me atrevo á competir contigo en sabiduría.
—Razón tienes, porque si de tal competencia fueras capaz, cuando el César nos lea su nuevo libro de la Troya-