rica presea, hizo resaltar por breves instantes el brillo de sus irisadas piedras, y dijo por fin: —Vinicio, darás de mi parte este collar á la mujer á quien ordeno te unas en matrimonio: á la joven hija del rey ligur.
La mirada de Popea, llena de ira y asombro, pasó del César á Vinicio, quedando por último fija en Petronio.
Pero éste, apoyado negligentemente sobre el brazo de la silla que ocupaba, recorría á la sazón con mano el dorso de un harpa que había cercana, cual quisiera estudiar y fijar su forma en la mente.
Vinicio dió al César las gracias por el obsequio, y luego acercándose á Petronio, le preguntó en voz baja: —¿Cómo he de agradecerte lo que hoy has hecho por mi?
—Sacrifica un par de cisnes á Euterpe, enzalza los cantos del César y ríete de los presentimientos. Y confio que desde aquí en adelante el rugido de los leones no habrá de perturbar nuevamente tu sueño ni el de ese lirio ligur.
—No,—dijo Vinicio;—ahora estoy del todo tranquilo.
—¡Séate propicia la fortuna! Mas, ten cuidado ahora, porque el César acaba de tomar en sus manos el laúd.
Suspende el aliento, escucha y prepárate á derramar lágrimas.
En efecto, el César, tomaba en ese instante el laúd y alzaba la vista al cielo. En aquel recinto, á la sazón, se hizo el más profundo silencio y todos los presentes mantuviéronse inmóviles y como petrificados en sus asientos. Sólo Terpnos y Diodoro, que debían acompañar al César, se hallaban alertas, ora mirándose el uno al otro, ora pendientes de los labios del César y en espera de las primeras notas de su canto.
En esos propios instantes y de súbito sintióse un ruido hacia la entrada y en seguida Faonte, el liberto del César, se dejó ver detrás de la cortina. Le seguía inmediatamente el cónsul Lecanio.