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Me parece, pues, evidente que las acciones de los hombres del siglo XVI no puedan ser juzgadas por las ideas del siglo XIX. Lo que es un crimen en un estado civilizado perfeccionado, no pasa de ser un golpe de audacia en otra civilización más rudimentaria, y acaso sea una acción meritoria en tiempos de barbarie. El juicio que merece una misma acción puede variar también según los países, porque entre un pueblo y otro pueblo hay tantas diferencias como entre un siglo y otro siglo[1].

Mehemet-Alí, a quien los mamelucos disputaban el poder en Egipto, invitó un día a los principales jefes de esta milicia a una fiesta en su palacio. Una vez los mamelucos dentro, las puertas se cerraron y los albaneses los fusilaron, desde lo alto de las terrazas. Desde entonces Mehemet-Alí; reina sin enemigos en Egipto.

Pues bien: los franceses nos relacionamos con Mehemet-Alí; es hasta estimado, por los europeos; los periódicos le hacen pasar por un grande hombre; se dice que es el bienhechor de Egipto. Y, sin embargo, ¿qué cosa más horrible puede haber que asesinar a unos hombres indefensos? Pero la verdad es que tales traiciones están autorizadas por los usos del país y por la imposibilidad de resolver de otra manera un asunto determinado. Y entonces se aplica la máxima de Fígaro: Ma per Dio, l'utilitá.


  1. ¿No alcanzará esta regla hasta los individuos? El hijo de un ladrón, que roba, ¿es tan culpable como el hombre de mundo que realiza una bancarrota fraudulenta?