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Era una joven que tendría sus catorce a diez y seis abriles, blanca, esbelta para su edad, con la negra cabellera suelta que le llegaba hasta cerca de sus talones. Vestía una saya encarnada ceñida… debajo de los hombros

Un tapis negro encima contorneando sus virginales formas: sobre los hombros una blanca toalla de pelusa ocultaba sus redondos hombros. La juventud, esa hada amiga de la mujer y del amor, la llenaba de indefinible encanto. Iba ella al parecer persiguiendo una mariposa.

A pocos pasos de ella había una anciana de sus sesenta años espumando en una palangana el gogo. Una cesta de frutas, ropas etc. estaban en su derredor.

Al ruído que yo hice ambas volvieron hacia mí los ojos: la anciana como preguntando y estrañando, la joven sorprendida y ruborizada. Aquella prosiguió su trabajo y esta cesó de cantar. Yo les hice el saludo más torpe y más mudo, que la anciana me devolvió con frialdad y la joven con gracia. Ésta viendo que yo no decía nada siguió cazando mariposas.

Quedéme yo parado y confuso delante de aquella joven que sin su compañera la hubiera yo tomado por la Náyade del arroyo.

Yo quería retirarme pero cierto reparo me lo impedía, quería seguir pero yo no sé porque no me atrevía. Estaba muy embarazado en aquella falsa posición. Al fin decidiéndome y haciendo un esfuerzo traté de caminar.

Apenas había dado dos pasos cuando dirigiéndose a la anciana:

—¿Habrán dado las diez, abuela? preguntó la joven.

—Probablemente, Minang —contestó la abuela después de mirar al través de la espesa bóveda de ramas para distinguir al sol.— Ven pues a lavarte la cabeza con el gogo para que nos podamos retirar.

—Un momento no más, abuelita. Cogeré esta mariposa y después nos podremos retirar.

Y se alejó siguiendo a su presa. Tuve tiempo de contemplarla y examinarla. Su rostro era muy gracioso y expresivo. En su cara de un óvalo perfecto se destacaban a simple vista dos grandes ojos negros de largas pestañas, su frente era tersa y pura, su boca graciosa y parecía exhalar siempre una súplica o un deseo.