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los empleados del gobierno le protegen y le adoran los sacristanes. Él es quien regaló un bastón de oro y piedras preciosas a la Virgen de Antipolo por haber sido nombrado gobernadorcillo, lo que disgustó algo al cura de Binondo que era dominico, disgusto que zanjó diplomáticamente capitán Pepe regalando a la Virgen de Binondo un manto bordado de oro del valor de 1,000 duros. Dios le ha premiado su religiosidad haciendo que muchas familias vertiesen voluntariamente en sus manos las economías de mucho tiempo. Así que aquel mismo año pagó cuatro misas solemnes de dos cientos duros en el santuario de Antipolo con fuegos artificiales, con músicas, muchos repiques de campana. Jamás la gloria de un hombre se elevó a tanta altura. Tenía por émulas a muchas viejas santurronas y cuéntase que en esta lid, salió más de una vez vencido por una viuda heredera de sus hijos, hermanos y sobrinos y que entonces gozaba también de mucha fama en las sacristías y confesionarios.

Capitán Pepe, fiel a su política, trataba a Dios como a los hombres. Tal como llovían los regalos cuando algo quería conseguir del cura, del alcalde, o del Gobierno Civil, así también cuando quería ganar en la gallera una buena cantidad, se preparaba con misas solemnes tres o cuatro días antes: si ganaba aumentaba sus misas, distribuía dinero a los sacristanes, regalaba al cura capones y pavos; si perdía, se acusaba de haber escaseado los cirios, poco repiqueteo, mala voz en el que oficiaba, se daba dos o tres golpes de pecho, metía después la mano en el bolsillo para otra misa de más ruidos e iluminaciones, y renacía su esperanza.

Este hombre, porque es hombre al fín —estaba en paz con todo el mundo. Las viejas excepto una, elogiaban su moralidad y buenas costumbres: el cura le alababa delante de todo el mundo proponiéndole como modelo a las personas ricas y poderosas. La gracia del cielo llovía en efecto sobre él: el contrato del opio le producía mucho dinero; sus gallos ganaban casi siempre, sus fincas de bien en mejor.

Un día, cierto hermano de la orden tercera para mortificarle quizás le aseguró que Jesucristo había dicho que es más fácil a un carabao entrar por el ojo de una aguja que a un rico en el Cielo, y como el hermano lo dijese con cierta unción asegurando que lo había leído en una novena,