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lentamente, embrazando su formidable escudo y enristrando la lanza, mensajera terrible de la destrucción. Tranquila es su mirada pero aterradora; su voz tiene un sonido que infunde pavor.

Belona se pone al lado del iracundo Marte, dispuesto a ayudarle.

Apolo, al ver la actitud de Belona, suelta la lira, coge el arco, arranca de la dorada aljaba una flecha y, colocándose al lado de Minerva, tiende el arco, dispuesto a disparar.

El Olimpo, próximo a desplomarse, se estremece; la luz del día se oscurece y los dioses tiemblan.)

Júpiter.—(Enojado, blande un rayo y grita:) A vuestros asientos, Minerva, Apolo; y vosotros, Marte y Belona, no irriteis mi cólera celeste.

(Cual suelen las carniceras y terribles fieras, encerradas en jaula de hierro, obedecen sumisas a la voz del esforzado domador, así aquellos dioses ocupan respectivamente sus puestos, amedrentados por la amenaza del hijo de Cibeles, quien, al ver su obediencia, más blandamente añade:)

Yo terminaré la contienda: la Justicia pesará los libros con su recta imparcialidad, y lo que ella diga, se seguirá en el mundo, mientras que vosotros acataréis su inmutable fallo.

Justicia.—(Desciende de su asiento, se coloca en medio del concurso, sosteniendo su siempre imparcial balanza; mientras que Mercurio coloca en los platillos a la Eneida y el Quijote. Después de oscilar por mucho tiempo, la aguja marcará al fin el medio, declarando que eran iguales.

Venus se asombra, pero calla. Mercurio quita del platillo la Eneida, sustituyéndola con la Iliada.

Una sonrisa se dibuja en los labios de Juno, sonrisa que se disipa rápidamente cuando ve subir y bajar a los dos platillos donde el Quijote y la Iliada están.

Suspensos están los ánimos: ninguno habla, ninguno respira.