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sino que tampoco devolvieron las prendas prestadas; claro está que rechazan enérgicamente semejante acusación, y dicen que Mariang Makíling está ofendida, porque los frailes dominicos quieren despojarla de sus dominios, apropiándose la mitad del monte; pero un viejo leñador, que pasó los sesenta y cinco años de los setenta que vivió, en las espesuras del Makíling abatiendo los más seculares árboles, me ha dado otra versión que, si no es muy conocida, tiene al menos mayores visos de probabilidad.

En la vertiente de la montaña vivía un joven dedicado al cultivo de un pequeño campo, y era el sostén de sus ancianos y enfermizos padres. Bien parecido, apuesto, robusto y trabajador, poseía un corazón noble y sencillo, si bien era algo taciturno y poco comunicativo. Sus sembrados pasaban por ser los más hermosos y mejor cuidados; sobre ellos nunca descendía la langosta, los baguios parecían respetarlos, la sequía no los agostaba, ni se pudría la semilla cuando las lluvias torrenciales anegaban los vecinos campos. Jamás la peste diezmó su ganado, y si alguno durante el día se extraviaba, volvía de seguro al anochecer, como si le trajese una mano invisible. Tan feliz ventura la atribuían algunos a ciertos mutyâ y amuletos, otros a la protección de un santo, y otros al cielo que protege y premia a los buenos hijos. Sin embargo, la conducta del joven era bastante misteriosa, sus ratos de ocio los pasaba vagando en la montaña, sentado junto a algún torrente, hablando a veces a solas o pareciendo escuchar extrañas voces.

Llegaba entretanto el tiempo de entrar en quintas. ¡Sabe Dios cuánto lo temen los jóvenes y las madres sobre todo! Juventud, hogar, familia, buenos sentimientos, pundonor, y a veces honra, adiós! Los siete u ocho años de vida de cuartel, embrutecedores y viciosos, en que las groseras interjecciones parafrasean el despotismo militar armado aún del azote, se presentan a la imaginación del joven como una larga noche que agosta lo más sano y hermoso de su vida, en que uno duerme con lágrimas en los ojos y sueña horribles pesadillas, para despertarse viejo, inútil, corrompido, sanguinario y cruel. Así se ha visto a muchos cortarse dos dedos para eximirse del servicio militar; otros se han arrancado los incisivos, en los tiempos en que había menester de morder el cartucho; otros han