No es sobre la tumba de un grande, no sobre la de un poderoso no sobre la de un aristócrata, que derramo mis lágrimas. ¡No! Las vierto sobre la de un hombre, sobre la de un esposo, sobre la de un padre de cinco hijos, que no tenía para éstos patrimonio que el trabajo de sus brazos.
Cuando la voz del Todopoderoso manda a uno de nuestros semejantes pasar a la mansión de los muertos, lo vemos desaparecer de entre nosotros con sentimiento, es verdad, pero sin murmurar. Y sus amigos y dendos calman la vehemencia de su dolor con el religioso pensamiento de que es el Creador quien lo ha mandado, y que sus derechos sobre la vida de los hombres son incontestables.
Mas no es lo mismo cuando vemos por la voluntad de uno o de un puñado de nuestros semejantes, que ningún derecho tienen sobre nuestra existencia, arrancar del seno de la sociedad y de los brazos de una familia amada a un individuo, para inmolarlo sobre el altar de la ley bárbara. ¡Ah! entonces la humanidad entera no puede menos que rebelarse contra esa ley, y mirar petrificada de dolor su ejecución.
¡Cuán amarga se presenta la vida si se la contempla a través de las sombrías impresiones que despierta una muerte como la del indígena TIBURCIO LUCERO, ajusticiado el día 20 del presente mes, en la plazuela de San Francisco, de esta ciudad!—La vida, que de suyo es un constante dolor; la vida, que de suyo es la defección continua de las mas caras afecciones del corazón: la vida, que de suyo es la desaparición sucesiva de todas nuestras esperanzas: la vida, en fin, que es una cadena mas o menos larga de infortunios, cuyos pesados eslabones son vueltos aun más pesados por las preocupaciones sociales.
¿Y qué diremos de los desgarradores pen-