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española, cada vez en su última edición. La mayor parte de los autores consideran a la Academia como autoridad absoluta: las palabras registradas por ella son «castizas», las que no están en el Diccionario académico son «vicios de lenguaje». Sin embargo, los más razonables no pierden por completo el criterio. L. M. Amunátegui Reyes, por ejemplo, se queja (loc. cit., II, pág. 331) con razón: «Para los que estudiamos el lenguaje, no puede menos de llamarnos la atención la facilidad con que el docto cuerpo acepta a veces expresiones poco conocidas, por el hecho sólo de haber sido registradas en vocabulario provincial, y se niega a admitir voces que pertenecen a nuestra historia, que están en nuestros principales códigos y que son de uso general entre las personas más cultas de estas regiones. Es verdaderamente incomprensible que se acepten dicciones como rito (en el sentido de poncho grueso), merquén, vincha y tantas otras que se encuentran en este mismo caso, y se repudien, sin motivo justificado, expresiones, como provisorio, rango, presupuestar, talaje y otras ciento, que son de uso corriente en América y algunas de ellas, también en España, como he tenido ocasión de comprobarlo.»

Miguel de Toro y Gisbert, uno de los más competentes y fértiles escritores filólogos, dice en Los nuevos derroteros del idioma, página 121, París, 1918: «Han de evitarse con igual cuidado dos escollos, el de creer que el Diccionario de la Academia pueda bastarnos para decidir si una palabra es buena o mala, y el de creer que todo vocablo nuevo sea indispensable, porque no nos acuda a la memoria otro mejor.»

Juicios parecidos se hallan en los numerosos trabajos publicados por americanos desde comienzos de este siglo. Citaré sólo algunos de los más importantes: R. J. Cuervo, El castellano en América, Bulletin hispanique. III, páginas 35-62. Paris, 1901; V, pági-