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biera tenido la seguridad de que su capellán, que era entonces el único sacerdote, me prestaría aquel favor sin su participación; pero no atreviéndome a esperar que se comprometiera a guardar silencio, tomé el partido de obrar francamente.

El gobernador tenía un sobrino llamado Synnelet, a quien quería mucho. Era un hombre de treinta años, valiente, pero impulsivo y violento. No estaba casado. La belleza de Manon hubo de impresionarle desde el día de nuestra llegada, y las muchas ocasiones que tuvo de verla, en los nueve o diez meses que llevábamos allí, habían inflamado de tal modo su pasión, que se consumía en secreto por ella. Sin embargo, como estaba convencido, con su tío y toda la ciudad, de que estábamos casados, dominó su amor hasta el punto de no dejar entrever nada, y aun en varias ocasiones su celo le llevó a prestarme algunos servicios.

Cuando llegué al fuerte estaba con su tío. No tenía ninguna razón que me obligase a convertir en secreto mi propósito; así que, sin inconveniente, me decidí a explicarme en su presencia. El gobernador me escuchó con su bondad ordinaria. Le conté una parte de mi historia, que escuchó con placer; y cuando le pedí que asistiera a la ceremonia que proyectaba, se comprometió a pagar todos los gastos de la fiesta. Retiréme muy contento.

Una hora después se presentó en mi casa el capellán. Supuse que iba a darme algunas instrucciones acerca de mi casamiento; pero después de Sally