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posible que pudiese olvidarlos nunca. Siempre he tenido el convencimiento de que era sincera, ¿qué motivo podía tener para fingir hasta ese punto?

Pero era más voluble aún, o, mejor dicho, no era nada, y ni a sí misma podía reconocerse, cuando veía a otras mujeres en la abundancia, mientras ella padecía necesidad y pobreza. Hallábame en vísperas de tener, en este respecto, una prueba superior a todas las demás y origen de la aventura más extraña que nunca haya ocurrido a un hombre de mi alcurnia y de mi fortuna.

Como conocía su carácter, apresuréme a ir a París al día siguiente. La muerte de su hermano y la necesidad de comprar ropa interior y vestidos para ella y para mí, eran razones suficientes para que no necesitase aducir ningún pretexto. Salí de la posada con intención—así se lo dije a Manon y al posadero de tomar un coche de alquiler; pero esto era una fanfarronada, pues la necesidad me obligaba a ir a pie. Anduve muy de prisa hasta llegar al paseo de la Reina, donde pensaba detenerme. Me convenía un rato de aislamiento y tranquilidad para pensar y prever lo que haría en París.

Sentéme en la hierba. Me perdí en un mar de argumentos y reflexiones, que, poco a poco, redujéronse a tres puntos principales. Necesitaba ayuda inmediata para una porción de cosas precisas y urgentes; tenía que buscar un camino que me diera alguna esperanza, a lo menos para el porvenir; y lo que no era menos importante, nete