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dulces son los del amor. Pronto advierte que le engañan cuando le prometen otros más exquisitos en otra parte, y este engaño le previene a desconfiar de las más sólidas promesas.

Predicadores que queréis volverme a la virtud, decidme que es indispensable, pero no me ocultéis que es severa y penosa. Afirmad que las delicias del amor son pasajeras, que están prohibidas, que serán seguidas de penas eternas y—lo que quizá me cause más impresión que, cuanto más dulces y sabrosas sean, mayor será la magnanimidad del cielo al recompensar tan gran sacrificio; pero confesad que con corazones como los nuestros aquí abajo constituyen la suprema felicidad." Este final de mi discurso devolvió su buen humor a Tibergo. Convino en que no dejaba de haber algo de razonable en mis ideas. Solamente objetó que por qué no era fiel a mis propios principios, sacrificando mi amor a la esperanza de la recompensa, de que tan alta idea me formaba.

"Oh, querido amigo!—le respondí—. Aquí es donde reconozco mi miseria y mi flaqueza. ¡Ay!, sí; mi deber sería obrar como razono; pero depende de mi voluntad el obrar? ¿Qué ayuda no necesitaría para olvidar los encantos de Manon?" "Dios me perdone—replicó Tibergo—; pienso que estoy tratando a un jansenista." "Yo no sé lo que soy —repliqué, ni veo claramente lo que se debe ser; pero comprendo la verdad de lo que dicen." Aquella entrevista sirvió, por lo menos, para renovar la compasión de mi amigo. Comprendió que Disialty 1