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Evaristo Carriego.

La cantina desborda de parroquianos,
y como las trucadas van a empezarse,
la mugrienta baraja cruje en las manos
que dejaron las copas que han de jugarse.

Contestando a las muchas insinuaciones
de los del grupo, el héroe del homicidio
de que fueron culpables las elecciones,
narra sus aventuras en el presidio.

En la calle, la buena gente derrocha
sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es «La Morocha»,
lucen ágiles cortes dos orilleros.

La tísica de enfrente, que salió al ruido,
tiene toda la dulce melancolía
de aquel verso olvidado pero querido
que un payador galante le cantó un día.

La mujer del obrero, sucia y cansada,
remendando la ropa de su muchacho,
piensa, como otras veces, desconsolada,
que tal vez el marido vendrá borracho.

...Suenan las diez. No se oye ni un solo grito;
se apagaron las velas en las bohardillas,
y el barrio entero duerme como un bendito
sin negras opresiones de pesadillas.