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Evaristo Carriego.

Las pálidas, con sangre de azucenas,
violadas por los duendes de los besos,
que vi una vez, nerviosas, deslizarse
sobre la gama azul de un florilegio.

Las manos graves de las novias muertas,
rígidas desposadas de los féretros,
leves hostias de ritos amatorios
que ya nunca jamás comulgaremos;

esas manos inmóviles y extrañas,
que se petrificaron en el pecho
como una interrogante dolorosa
de la inmensa ansiedad del postrer gesto.

Las crüeles que saben el encanto
del fugaz abandono de un momento.
Las exangües, las castas como vírgenes,
severas domadoras del Deseo.

Las santas, inefables, las ungidas
con mirras de perdón y de consuelo:
amadas melancólicas y breves
de los poetas y de los enfermos.

Las románticas manos de las tísicas,
que, en la voz moribunda de un arpegio,
como conjuro agónico angustiado,
llamaron a Chopin, desfalleciendo...