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Evaristo Carriego.

La abuela se ha dormido, se ha callado:
la abuela interrumpió por un momento
muy largo el cuento amado .
Aquellas risas límpidas y claras
se han vuelto graves poco a poco, aquellas
risas que no se habrán de oir. Las caras
tienen sombras de tiempo en tiempo; huellas
de pesares antiguos, de pesares
que aunque se saben ocultar existen.
En las nocturnas charlas familiares
hay silencios de plomo que persisten
hoscos, malos. En torno de la mesa
faltan algunas sillas. Las miradas
fijas en ellas, como en sorpresa,
evocan dulces cosas esfumadas:
rostros llenos de paz, un tanto inciertos
pero nunca olvidados. ¿Y los otros?
nos preguntamos muchas veces. Muertos
o ausentes, ya no están: sólo nosotros
quedamos por aquellos que se han ido;
y aunque la casa nos parezca extraña,
fría, como sin sol, aún el nido
guarda calor: mamá nos acompaña.
Resignada, quizá, sin un reproche
para la suerte ingrata, va olvidando,
pero, de cuando en cuando, por la noche,
la sorprendo llorando:
« _ ¿Qué tiene madre? ¿Qué es lo que la apena?