Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza
con su grave, torva y seria, decorosa gentileza;
y le dije: «Aunque la cresta calva llevas, de seguro
no eres cuervo nocturnal,
viejo, infausto cuervo obscuro, vagabundo en la tiniebla...
Díme:—«¿Cuál tu nombre, cuál
en el reino plutoniano de la noche y de la niebla?...»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!.»
Asombrado quedé oyendo así hablar al avechucho,
si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho;
pues preciso es convengamos en que nunca hubo criatura
que lograse contemplar
ave alguna en la moldura de su puerta encaramada,
ave o bruto reposar
sobre efigie en la cornisa de su puerta, cincelada,
con tal nombre: «¡Nunca más!».
Mas el cuervo, fijo, inmóvil, en la grave efigie aquella,
sólo dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella
vinculada—ni una pluma sacudía, ni un acento
se le oía pronunciar...
Dije entonces al momento: «Ya otros antes se han marchado,
y la aurora al despuntar,
él también se irá volando cual mis sueños han volado.»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»
Por respuesta tan abrupta como justa sorprendido,
«no hay ya duda alguna—dije—lo que dice es aprendido;
aprendido de algún amo desdichado a quien la suerte
persiguiera sin cesar,
persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de, en su duelo,
sus canciones terminar
y el clamor de su esperanza con el triste ritornelo
de jamás, ¡y nunca más!»