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EL CUERVO


Una fosca media noche, cuando en tristes reflexiones,
sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones
inclinaba soñoliento la cabeza, de repente
 a mi puerta oí llamar:
como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta
 mano tímida a tocar:
«Es—me dije—una visita que llamando está a mi puerta:
 eso es todo y nada más!»

¡Ah! Bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo,
y su espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo.
Cuán ansioso el nuevo día deseaba, en la lectura
 procurando en vano hallar
tregua a la honda desventura de la muerte de Leonora,
 la radiante, la sin par
vírgen pura a quien Leonora los querubes llaman, hora
 ya sin nombre... ¡nunca más!

Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras
me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras,
de tal modo que el latido de mi pecho palpitante
 procurando dominar,
«es, sin duda, un visitante—repetía con instancia—
 que a mi alcoba quiere entrar:
un tardío visitante a las puertas de mi estancia..
 eso es todo, y nada más!»

Paso a paso, fuerza y bríos

fue mi espíritu cobrando:
«Caballero—dije—o dama:
mil perdones os demando;
mas, el caso es que dormía,
y con tanta gentileza