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mara y hacen flotar las cortinas del dosel, tan fantásticamente, tan tímidamente, por encima de tu párpado cerrado y franjeado,—bajo el cual se esconde tu alma adormecida—que sobre el piso, al pie del muro, sus sombras se levantan y descienden como una ronda de fantasmas.

Querida niña, ¿no tienes miedo? ¿Por qué, y con qué sueñas? Has venido, ciertamente, de mares muy lejanos; ¿no eres una maravilla para los árboles de ese jardin? Extraña es tu palidez, extraño tu vestido, extraña sobre todo, la longitud de tus cabellos, y todo este silencio solemne.

¡Ella duerme! Oh! puede que su sueño sea tan profundo como durable!; ¡que el cielo la tenga en su santa guardia. ¡Que esta cámara sea transformada en una más melancólica y yo rogaré a Dios que la deje dormir para siempre, los ojos cerrados, mientras que a su alrededor errarán los fantasmas de oscuros velos.

Mi amor: ¡ella duerme! ¡Que su sueño eterno pueda ser profundo! Que los gusanos se deslicen dulcemente a su alrededor! Que en el fondo del bosque viejo y sombrío, alguna gran tumba pueda abrirse para ella, alguna gran tumba que haya cerrado otras veces como alas sus negros «panneaux» triunfantes, por enci-