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te toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al són de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijarrar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación:

«A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sinnúmero de almas y corazones, A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé, divino icono, ¡oh, magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero, ¿sabes?, se te ha herido mucho por el mundo, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nom-