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VOY AL EMBARCADERO DE LA REINA

semidemente, y empecé á creer que el bergantín Covenant era punto menos que un infierno marítimo.

—No tiene Vd. amigos?—le pregunté.

Me respondió que no; que su padre había vivido en un puerto inglés del cual no se acordaba. "Era un buen hombre," agregó, pero ya ha muerto.

—¡En nombre del cielo!—exclamé,—¡ no puede Vdencontrar alguna ocupación decente en tierra?

—¡ Oh no!—dijo guiñando los ojos y con cierta expresión de malicia, si lo hiciera, me dedicarían á un oficio.

Le pregunté qué oficio podría ser peor que el que estaba ejerciendo, en que siempre tenía su vida en peligro, no solo por la furia del mar y del viento, sino por la horrible crueldad de sus anos. Me dijo que era muy cierto; y de nuevo comenzó á elogiar la vida del mar, y el placer que había en desembarcar en tierra con algún dinero en el bolsillo, y gastarlo como un hombre, y comprar manzanas, y darse tono y causar admiración á los que llamaba " muchachos enlodados." Y luego, hay muchos aun peor librados que yo: ahí están los de á veinte libras,—continuó.—Vd. debería verlos lamentarse. Yo he visto á un hombre tan viejo como Vd. (para él yo era viejo), ¡ ah! con tamañas barbas, que tan pronto como salimos del río, y tuvo la cabeza despejada, ¡Dios mío! cómo empezó á llorar y á quejarse! Mucho me divertí con él. Y luego hay los pequeñuelos. ¡Oh! cómo los mantengo en orden! Cuando llevamos muchachos, yo tengo un pedazo de cuerda Con que zurrarlos.

Y así continuó charlando, hasta que pude comprender