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VOY AL EMBARCADERO DE LA REINA

á mi tío á que fuéramos á visitar al abogado, caso de que no quisiera hacerlo. Además, deseaba ardientemente ver de cerca el mar y los buques, pues habiendo pasado hasta entonces mi vida en el interior del país, solo dos días antes había divisado el mar por vez primera, desde una gran distancia, pareciéndome una especie de suelo de color azul, no siendo los buques mayores que juguctes de niños.

Formé, pues, mi resolución.

—Muy bien,—dije, vamos al embarcadero.

Mi tío se puso el sombrero y el gabán, se ciñó un viejo y enmohecido cuchillo de monte, apagamos el fuego, cerramos la puerta con llave y partimos. El viento, que era muy frío y soplaba del noroeste, nos daba de lleno en el rostro. Era el mes de Junio; la hierba del campo parecía de un color blanco por la abundancia de margaritas y los árboles estaban todos en flor; pero á juzgar por lo amoratado de nuestras uñas, podría haberse creído que era invierno y la blancura del campo la escarcha de Diciembre.

— Mi tío arrastraba el paso, moviéndose de un lado á otro como un viejo labrador que regresa de su trabajo.

No habló una sola palabra durante todo el camino, y por lo tanto entablé conversación con el muchacho de cámara.

Me dijo que se llamaba Ransome, y que desde la edad de nueve años había entrado á servir en la marina mercante, pero que no recordaba la edad que tenía pues había perdido la cuenta. Me mostró las figuras de diversos colores que tenía pintadas en el pecho, que descubrió á pesar del aire frío y de mi oposición, pues creí que podría causarle la muerte; echaba ternos cada vez que se acordaba, pero más bien á manera de un muchacho de escuela tonto, que como un hombre; se jactó de muchas cosas malas que