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PLAGIADO

Alán, salimos de la casa; el Sr. Rankeillor y yo, de bracete, y Torrance detrás con el convenio en el bolsillo y un cesto tapado en la mano. Durante el trayecto por la población, el abogado iba saludando á derecha é izquierda, viéndose detenido á cada paso por caballeros que le hablaban de sus negocios privados; y pude ver entonces que gozaba de gran consideración en el país. Al fin, salimos del poblado y nos dirigimos á lo largo del puerto, hacia la posada de Hawes, el muelle y el embarcadero, teatro do mis infortunios. No pude mirar aquel sitio sin cierta emoción, recordando que muchos de los que aquel día habían estado allí conmigo, habían dejado de existir.

Ransome, á quien la muerte libró tal vez de una vida de miseria y de pecado; Suan, que perdió la vida como yo no quisiera perderla; y los pobres marineros que se hundieron con el bergantín. Yo había sobrevivido á todos ellos y aun al bergantín mismo, después de pasar, incólume, trabajos y peligros innumerables. Mi único pensamiento debería haber sido de gratitud; y sin embargo, no podía contemplar aquel sitio sin cierto dolor por los otros y una especie de terror por lo pasado.

Yo estaba sumido en estas ideas, cuando de repente el Sr. Rankeillor, tocándose los bolsillos, comenzo á reir.

—¡Vaya! ¡ vaya !—exclamó,—¡ cuidado que esto es singular! ¡Pues no he olvidado mis espejuelos después de todo lo que he hablado sobre el asunto!

Comprendí entonces el objeto de su anécdota, y supuse que, si había dejado sus espejuelos en casa, fué con el objeto deliberado de servirse de Alán, y no poder distinguir bien su fisonomía. Realmente, no fué mala idea, porque suponiendo que las cosas tomasen mal cariz,