el principio, oyéndome él con los espejuelos alzados, los ojos cerrados y de modo que á veces creí que estaba durmiendo. Pero nada de eso. Como después pude convencerme, todo lo había oído, tan perfectamente y con tal precisión de memoria, que con frecuencia me sorprendió.
Aun los nombres enrevesados en gaélico, pronunciados una sola vez, los recordaba y me los repetía años más tarde. Sin embargo, cuando mencioné el nombre de Alán Breck, hubo una escena muy singular. Por supuesto que el nombre de mi amigo había resonado en toda Escocia con la noticia del asesinato de Colín Campobello y el precio puesto á su cabeza; y no bien lo hube mentado, el Sr. Rankeillor movió su silla y abrió los ojos.
—Yo no quisiera que se mencionaran nombres innecesarios, Sr. Balfour, me dijo, especialmente los de esos montañeses, muchos de los cuales no están en muy buenos términos con la justicia.
—Bien, creo que habría sido mejor no mencionar nombre alguno, pero puesto que ya se ha hecho, vale más continuar, respondí.—De ningún modo, dijo el abogado.—Yo soy un poco sordo, como Vd. debe de haber notado; y no creo haber oído bien ese nombre. Si Vd. quiere, le llamaremos el Sr. Thomson, á su amigo, para que no haya consecuencias. Y en adelante, quisiera que hiciese Vdo mismo con todos esos escoceses de la Tierras Altas que Cuviere Vd. que mencionar, ya estén vivos ó muertos.
Comprendí por estas palabras que había oído perfectamente el nombre de Alán y sospechaba que tendría que ablar del asesinato. Consentí, por lo tanto, en lo que ne propuso, y durante el resto de mi narración, Alán