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LLEGO Á CASA DEL SR. RANKEILLOR

chos y ni aun de mi identidad. Y dado caso que las cosas sucedicran como yo me había figurado, se necesitaría mucho tiempo para establecer mis reclamaciones; y¿ qué haría yo entretanto con solos tres chelines en el bolsillo, y un hombre condenado y perseguido á quien tenía que embarcar? Si mis esperanzas no se realizaban, podría muy bien ser la horca lo que á los dos nos esperaba. Y á medida que la gente que pasaba por mi lado en la calle me miraba con cierta sorpresa, empecé á abrigar nuevos temores de que no sería muy fácil hablar con el abogado, y mucho menos convencerle de la verdad de mi historia.

No podía resolverme á dirigir la palabra á ninguno de aquellos honrados burgueses; me llenaba de vergüenza la sola idea de hablarles en el estado andrajoso en que me encontraba, y suponía que si les hubiera preguntado por la morada de un hombre como el Sr. Rankeillor, se habrían reído en mi cara. Así iba, pues, de un lado á otro, ya atravesando la calle, ya dirigiéndome al puerto, como perro que ha perdido á su amo, con una extraña sensación interiormente y de vez en cuando cierto acceso de desesperación. Serían ya como las nueve de la mañana, y estaba fatigado con mis idas y venidas sin objeto, cuando me detuve por casualidad frente á una casa de muy buen aspecto, con ventanas de cristales, paredes recientemente reparadas, y un perro acostado á la puerta. Estaba envidiando á este animal, cuando se abrió la puerta y salió un hombre pequeño, de rostro inteligente, sonrosado y bondadoso, con una peluca empolvada y espejuelos. El hombre aquel me miró y volvió á mirarme, y fué tal la impresión que le hizo mi aspecto miserable, que se dirigió hacia mí y me preguntó qué deseaba.