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PASAMOS EL RÍO

PASAMOS EL RÍO —Ha oído hablar Vd. alguna vez del Sr. Rankeillor, del Embarcadero de la Reina—le pregunté.

— Rankeillor el abogado?—respondió, ciertamente que sí.

—Bien, pues á su casa es á donde voy; de modo que Vd. puede juzgar por eso si soy un criminal; y más le diré, que si bien está mi vida en peligro, debido á cierta fatal equivocación, el Rey Jorge no tiene en Escocia más leal súbdito que yo.

Su rostro se iluminó al oir estas palabras, aunque el de Alán se obscureció.

—Eso es más de lo que yo preguntaría,—dijo la muchacha. El Sr. Rankeillor es persona muy conocida.

Después nos pidió que termináramos nuestra comida, que nos fuéramos tan pronto como pudiéramos á un lugar que nos mencionó, y permaneciéramos escondidos en un bosquecillo junto á la orilla del mar.

—Y confíen en mí,—agregó.—Yo ballaré medios de llevarlos al otro lado.

Dicho esto, no esperamos más. Le estrechamos la mano, y nos dirigimos al punto que nos había indicado.

El bosquecillo se componía de una veintena de saúcos y espinos blancos y unos cuantos fresnos, y no era lo suficientemente espeso para ponernos á cubierto de las miradas de los que pasaran por el camino ó la playa. Sin embargo, allí tuvimos que ocultarnos lo mejor que pudimos, halagados con la esperanza de nuestra próxima libertad, y formando planes acerca de lo que nos quedaba por hacer.

Solo tuvimos algunos momentos de inquietud en el resto del día; y fué cuando un gaitero ambulante vino y