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LLEGO AL FIN DE MI JORNADA

como las escaleras. Muchas de las ventanas no tenían cristales y los murciélagos entraban y salían como las palomas en un palomar.

LLEGO AL FIN DE MI JORNADA Había empezado á anochecer, y en los cristales de tres de las ventanas inferiores, que eran muy altas, estrechas y muy bien enrejadas, comenzaba á brillar la luz vacilante de una pequeña hoguera.

¿Era este el palacio á donde yo venía? ¿Era dentro de estos muros donde iba á buscar nuevos amigos y á comenzar una gran carrera? En la casa de mi padre, el fuego y las luces brillantes podían distinguirse á una milla de distancia, y la puerta se abría siempre que llamaba un mendigo.

Me adelanté con mucha precaución, prestando atento oído, y percibí cierto ruido de platos, y una tosecilla seca y violenta que se presentaba con accesos, pero no pude distinguir ningún rumor de voz humana, ni aun el ladrido de un perro.

La puerta, á lo menos así me parecía contemplada á la luz dudosa que reinaba, era de madera tachonada con clavos. Alcé la mano, todo temeroso, y toqué el aldabón.

Entonces esperé. Reinaba en la casa un silencio mortal: pasó un minuto sin que nada se moviera, excepto los murciélagos en los pisos superiores. Toqué de nuevo, y presté atención. Mis oídos se habían acostumbrado de tal modo á la quietud, que podía percibir el tic—tac de un reloj que había dentro de la casa; pero quienquiera fuese el morador, permaneció tranquilo, y hasta debió contener la respiración.

Estuve á punto de echar á correr; pero la cólera se apoderó de mí, y comencé á dar puntapiés y golpes á la