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LA HUIDA ENTRE LOS MATORRALES: LAS ROCAS

por no lo daría nunca. Me incliné un tanto y me lancé con cierta especie de desesperación que en mí reemplaza al valor. Solo toqué con las manos la orilla, traté de asirme de ella y me deslicé de nuevo, y descendía al agua cenagosa, cuando Alán me asió primero por los cabellos, luego el cuello y con un gran esfuerzo me sacó á tierra.

No dijo una palabra sino que empezó de nuevo á correr y yo tuve que seguirle, á pesar de la fatiga que tenía, de lo magullado que estaba y de que el coñac me había medio embriagado. Continué corriendo sin embargo, con una punzada en el costado que casi me privaba del aliento; y cuando Alán se detuvo al fin bajo una gran roca que estaba entre otras, aseguro que ya era tiempo.

He dicho una gran roca, pero en realidad eran dos que casi se unían por arriba, ambas de unos veinte pies de altura y á primera vista inaccesibles. Solo después de tres tentativas pudo Alán trepar á ellas, y eso apoyándose en mis hombros. Una vez arriba, y con ayuda de su cinturón de cuero que él sostenía, y de uno que otro agujero en la roca, pude subir á su lado.

Entonces ví por qué habíamos subido allí. Las dos rocas, que eran un tanto huecas en la cima, y se inclinaban la una hacia la otra, formaban una especie de cuna ó cavidad donde podían ocultarse tres ó cuatro personas acostadas.

Durante todo este tiempo Alán no había hablado una sola palabra, y había corrido con tal furia y tan en silencio que comprendí que temía haber equivocado el camino.

Aun ahora que estábamos ya en la roca, no dijo nada, ni desarrugó el entrecejo, sino que con la mayor precanción se puso á mirar á todos lados, prestando atento oído