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PLAGIADO

supongo que las enterraban. Aunque todos estaban muy ocupados, no había orden ni método en sus trabajos; los hombres corrían de un lado á otro con las antorchas encendidas, queriendo á veces sacar varios un mismo fusil, y Santiago de los Glens continuamente interrumpía su conversación con Alán para dar órdenes que parece nadie entendía. El rostro de los que llevaban las antorchas era el de gentes llenas de temor y con mucha prisa de acabar lo que estaban haciendo; y aunque ninguno hablaba en voz alta, el acento de sus voces revelaba cólera y terror.

En esto salió un muchacho de la casa con un paquete ó bulto; y amenudo me he sonreído al recordar cómo todos los instintos de Alán se revelaron á su vista.

—¿ Qué es lo que trae ese muchacho?—preguntó.

—Estamos poniendo la casa en orden, Alán,—dijo Santiago, con voz entre asustada y zalamera. Registrarán á todo Apín, y es preciso tenerlo todo arreglado.

Estamos ocultando los fusiles y las espadas, como ves, y lo que trae el muchacho son tus vestidos francreo que ceses.

¡Enterrar mis trajes franceses !—exclamó Alán.No, no, de ningún modo.

Y echó mano al paquete y se retiró al granero á mudar el vestido, recomendándome entretanto á su pariente.

Santiago me llevó á la cocina y se sentó conmigo á la mesa, sonriendo y hablando al principio de una manera muy hospitalaria. Pero poco á poco se fué volviendo sombrío; y sumido en sus pensamientos, se acordaba de mí de vez en cuando, y entonces me decía un par de palabras acompañadas de una pobre sonrisa, para caer de nuevo en sus temores. Su esposa estaba sentada junto al fuego llo-