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LA MUERTE DEL ZORRO ROJO

¡Ah! ¡ me han matado!—exclamó varias veces.

El abogado lo había levantado y sostenido en sus brazos, mientras el criado se inclinaba sobre él estrechándole las manos. El herido dirigía sus miradas del uno al otro con ojos asustados, y con una voz alterada que partía el corazón, dijo: —Tened cuidado de vosotros: yo estoy muerto.

Trató de abrir sus vestidos para ver la herida, pero no tuvo fuerzas para desabotonarse. Con esto dió un gran suspiro, dobló la cabeza sobre el hombro y expiró.

El abogado no dijo una palabra, pero tenía el rostro taa pálido como el del difunto y en extremo severo: el criado comenzó á lamentarse ruidosamente y á llorar como un niño; y yo, por mi parte, permanecí mirándolos fijamente con una especie de horror. El alguacil había corrido al primer ruido del disparo en busca de los soldados.

Al fin el abogado depositó en tierra al muerto y se puso en pie medio tambaleando.

Creo que fué su movimiento lo que me hizo volver en mí; porque no bien lo hubo hecho, que comencé á correr colina arriba gritando: "¡ Al asesino! ¡al asesino!"Tan poco tiempo había transcurrido cuando llegué cerca de la cima, que pude ver al asesin que se alejaba á no gran distancia. Era un hombre alto, con un gabán negro y botones de metal y llevaba una escopeta.

—¡Desde aquí lo veo !—grité.

El asesino dió una rápida mirada hacia atrás y comenzó á correr, perdiéndose un momento después en un bosquecillo de abedules; reapareció luego en la parte su-