CAPÍTULO XVII
LA MUERTE DEL ZORRO ROJO
AL día siguiente el Sr. Henderland me buscó un hombre que poseía un bote y tenía que cruzar la ría para ir á pescar á Apín. Le rogó que me llevara consigo, y esto me ahorró un largo viaje y el precio de dos pasajes de otras tantas rías.
Serían cerca de las doce cuando nos pusimos en camino: un día obscuro, nublado, con el sol brillando solamente á intervalos. El mar era muy profundo y encalmado, sin que apenas lo rizara una ola. Las montañas á uno y otro lado eran altas, ásperas, estériles, muy negras y sombrías cuando las nubes pasaban sobre ellas. Esta tierra de Apín me pareció en extremo pobre para que uno se interesara tanto por ella como le sucedía á Alánpoco de haber partido, vimos que el sol brillaba sobre algo color de escarlata que se movía hacia el norte á lo largo de la orilla: el color se parecía mucho al del uniforme de los soldados. De vez en cuando se veían también pequeños fulgores y rayos de luz, como si el sol cayera sobre acero bruñido.
Á Le pregunté al botero qué era aquello, y me dijo que suponía serían algunos de los soldados del Fuerte William