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EL JOVEN DEL BOTÓN DE PLATA

y se dispuso á atacarme como un gato salvaje. Y olvidando entonces todo, excepto mi enojo, me arrojé sobre él, eché el cuchillo á un lado con la mano izquierda y con la derecha le asesté una puñada en la boca. Yo era un mozalbete fuerte, montado en cólera, y él un hombrecillo débil, así es que fácilmente lo arrojé al suelo. Por fortuna mía, soltó el cuchillo que cayó á tierra. Me apoderé de él y de las abarcas, le dí los buenos días y me puse en marcha dejándole descalzo y desarmado. No me arrepentí de lo hecho, por varias razones: primero, el bribón sabía que de mí no podía esperar más dinero; luego, las abarcas tenían en aquel país un precio ínfimo; y en cuanto al cuchillo, que en realidad era un puñal, estaba prohibido por la ley el portarlo.

Al cabo de media hora de andar, encontré á un hombre alto, vestido de harapos, que iba con paso muy ligero aunque tentando ante él con un palo. Estaba completamente ciego, y me dijo ser un catequizante ó instructor en el catecismo, lo cual debió de tranquilizarme. Pero su rostro me alarmó; me pareció sombrío y peligroso, y cuando comenzamos á andar ví la extremidad de una pistola que salía del bolsillo de su gabán. Llevar semejante arma significaba una multa de quince libras esterlinas la primera vez, y transportación á las colonias la segunda. Ni podía yo explicarme por qué un maestro de la doctrina cristiana debía ir armado, ó qué uso podía un ciego hacer de una pistola.

● Le referí lo que me había pasado con mi guía, porque estaba orgulloso de mi hazaña y la vanidad se sobrepuso á la prudencia. Cuando mencioné lo de los cinco chelines, hizo una exclamación tan alta que resolví no decir