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EL JOVEN DEL BOTÓN DE PLATA

Ah!—dije,—¿ y no tenía un sombrero de plumas ?

Me respondió que no, y que iba con la cabeza descubierta como yo.

Al principio creí que Alán habría perdido su sombrero; pero después me acordé de la lluvia, y pensé que lo más probable sería que lo llevase bajo su gran capote para preservarlo del agua. Esto me hizo sonreir, en parte porque ví que mi amigo se había salvado, y en parte al pensar en su vanidad en materias de vestir.

Y entonces el anciano se dió un golpe en la frente con la mano, diciendo que yo debía de ser el joven con el botón de plata.

—Sí, señor, lo soy,—dije algo sorprendido.

—En ese caso,—agregó,—ese caballero me recomendó le dijera á Vd. que signiese á su amigo hasta su país, yendo por Torosay.

Me preguntó cómo me había ido, y le referí mi historia. Este anciano caballero, á quien doy este título por sus modales á pesar de que sus vestidos se le caían á pedazos, me oyó con rostro grave y compasivo. Concluída mi relación, me tomó de la mano, me llevó á su choza (que en realidad otra cosa no era) y me presentó á su esposa, como si ella fuese una Reina y yo un duque.

La buena mujer me hizo comer un pedazo de pan de avena y un trozo de gallo silvestre asado y frío, dándome palmaditas en el hombro y sonriéndome todo el tiempo, pues solo hablaba el dialecto de su tierra. Su marido, para no quedarse atrás, me preparó un ponelie fuerte de aguardiente del país. Mientras estaba comiendo, y después mientras bebía el ponche, apenas podía creer en mi buena fortuna; y aunque llena de humo de