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LA ISLITA

mitía quedarme tranquilo; antes al contrario, me mataba á fuerza de moverme de un lado á otro.

Sin embargo, tan pronto como empezó á brillar el sol, me tendí sobre aquella roca para secarme. El bienestar que me proporcionó la luz del sol es algo que no puedo describir. Me puse á halagar la esperanza de verme pronto salvado, de lo cual ya había comenzado á desesperar. Al sur de mi roca, se prolongaba una parte de la isla que me impedía ver el mar, de modo que un bote podía pasar por aquel lado muy cerca de donde yo estaba sin que lo notase.

Bien de repente una barca, con una vela parda y un par de marineros abordo, vino dando vuelta á aquella punta de la isla con dirección á Iona. Dí gritos, y luego me arrodillé en la roca y alcé las manos en ademán de súplica. Estaban tan cerca que podían oirme, puesto que yo podía distinguir el color de sus cabellos; y no me queda duda de que me vieron, pues gritaron algo en el idioma gaélico y se echaron á reir. Pero el bote no se detuvo y continuó velozmente con dirección á Iona.

No podía creer en semejante perversidad, y corrí á lo largo de la orilla del mar saltando de roca en roca, y gritando lastimosamente; y aun después de que aquellos hombres se hallaban lejos del alcance de mi voz, continué gritando y haciéndoles señas; y cuando desaparecieron por completo, creí que el corazóu se me iba á hacer pedazos.

Durante todo el tiempo de mis desgracias lloré solamente dos veces: una, cuando no pude alcanzar el madero; y la segunda vez, cuando estos pescadores se alejaron scrdos á mis súplicas. Pero ahora lloré y me lamenté como un niño malcriado, desgarrando el musgo con los dedos, y