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Encíclica

el reconocimiento público de la autoridad de la Iglesia en asuntos que tocan de alguna manera la conciencia, la subordinación de todas las leyes del Estado a las leyes divinas del Evangelio, la armonía de los dos los poderes, del Estado y de la Iglesia, al procurar de este modo el bien temporal de los pueblos, que no lleva consigo un detrimento de lo eterno.

No necesitamos deciros, oh Venerables Hermanos, qué prosperidad y bienestar, qué paz y armonía, qué sujeción respetuosa a la autoridad y qué excelente gobierno se obtendría y mantendría en el mundo, si el ideal perfecto de la civilización cristiana pudiera realizarse por entero. Pero, dada la lucha continua de la carne contra el espíritu, de las tinieblas contra la luz, de Satanás contra Dios, no se puede esperar tanto, al menos en toda su extensión. Donde continuos desgarros se van infringiendo a las pacíficas conquistas de la Iglesia, tanto más dolorosos y fatales, cuanto más tiende la sociedad humana a regirse con principios contrarios al concepto cristiano, y así a apostatar entreramente de Dios.

Por esto no se ha de perder el coraje. La Iglesia sabe que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; pero también sabe que padecerá la presión del mundo,