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Encíclica

que el bienestar material de los individuos, la familia y la sociedad humana se apoya y es providencialmente promovido por ella. La Iglesia, al predicar a Jesucristo crucificado, escándalo y necedad para el mundo[1], se ha convertido en la primera inspiradora y defensora de la civilización; y ha difudido por todos los lugares donde predicaron sus apóstoles, preservando y perfeccionando, los buenos elementos de la antigua civilización pagana, extrayendo de la barbarie y educando para una convivencia civil a los nuevos pueblos que se refugiaban en su seno, y dando a toda la sociedad, aunque poco poco, pero con un trazo seguro y cada vez más progresivo esa marcada huella, que aún hoy se conserva universalmente. La civilización del mundo es civilización cristiana; tanto es más verdadera, más duradera, más fecunda en frutos preciosos, cuanto es más claramente cristiana; y tanto disminuye, con un inmenso daño del bien social, cuanto más que se aleja de la idea cristiana. Por tanto, por la fuerza intrínseca de las cosas, la Iglesia también se convirtió de hecho en la guardiama y defensora de la civilización cristiana. Y este hecho, en otros siglos de historia, fue reconocido y admitido; y formó la base indiscutible de la legislación civil. Sobre ese hecho descansaban las relaciones entre la Iglesia y los Estados,

  1. I Cor. I, 23.