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Encíclica

y, en particular, a esta suprema Cátedra Apostólica y al Vicario de Jesucristo en la tierra; de verdadera piedad, de virtudes recias, de costumbres puras y de una vida tan intachable que sean para todos un ejemplo eficaz. Si el ánimo no es así de templado, no solo será difícil promover el bien en los demás, sino que será casi imposible proceder con una intención justa y le faltarán las fuerzas para soportar con perseverancia los problemas que llevan consigo todo apostolado, las calumnias de los adversarios, la frialdad y la falta de correspondencia de los hombres, incluso de los honrados, a veces hasta los celos de los amigos y de los mismos compañeros de acción, indudablemente excusables, dada la debilidad de la naturaleza humana, pero también muy perjudiciales y causa de discordias, de friccones, de pequeñas luchas domésticas. Solo una virtud paciente y firme en el bien, y al mismo tiempo suave y delicada, es capaz de eliminar o disminuir esta dificultad, de modo que el trabajo al que se dedican las fuerzas católicas no se vea comprometido. Tal es la voluntad de Dios, decía San Pedro a los primeros fieles, que haciendo el bien cierren la boca de los hombres insensato. Sic est voluntas Dei, ut bene facientes obmutescere faciatis imprudentium hominum ignorantiam[1].

  1. I Petr. II, 15.