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un arrendador los impuestos, un prelado el desarreglo: cuando oigo á una dama cortesana hablar de modestia, á un gran señor de virtud, á un autor de sinceridad, á un abate de religion, y que estos absurdos á nadie chocan; ¿no debo al punto concluir que aquí ya no se cuida de entender la verdad, sino de decirla; y que lejos de querer persuadir á los otros cuando se les habla, no se trata ni aun de hacerles pensar que se cree lo que se les dice?

Los autores, los literatos y los filósofos no cesan de clamar que para llenar los deberes de ciudadano, para servir á sus semejantes, es menester habitar en las grandes ciudades: segun ellos, huir de París es aborrecer el género humano; el pueblo del campo nada es á sus ojos; y al oirlos, se creería que no hay hombres sino donde hay pensiones y academias. Poco mas ó menos la misma inclinacion arrastra á todos los estados. Los cuentos, las novelas, las piezas de teatro, todo recae sobre las provincias, todo las pone en ridículo; la simplicidad de las costumbres rústicas, todo predica los modales y los placeres del gran mundo; es una vergüenza no conocerlos, es una des-