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blemente secundado, hace su obligada presa de cuanto existe y concluye por devorarse á si propia. — Troilo y Cresida: Acto 1.º, esc. 3.ª

LA REINA MAB.

Igual en tamaño al ágata que luce en el índice de un alderman, viene, arrastrada por un tiro de ligeros átomos, á discurrir por las narices de los dormidos mortales. Los rayos de la rueda de su carro son hechos de largas patas de araña zancuda, el fuelle de alas de cigarra, el correaje de la más fina telaraña, las colleras de húmedos rayos de un claro de luna. Su látigo, formado de un hueso de grillo, tiene por remate una película. Le sirve de conductor un diminuto cínife, vestido de gris, de menos bulto que la mitad de un pequeño, redondo arador, extraido con una aguja del perezoso dedo de una jóven. Su vehículo es un cascaroncillo de avellana, labrado por la carpinteadora ardilla, ó el viejo gorgojo, inmemorial carruajista de las hadas. En semejante tren, galopa ella por las noches al través del cerebro de los amantes, que en el acto se entregan á sueños de amor; sobre las rodillas de los cortesanos, que al instante sueñan con reverencias; sobre los dedos de los abogados, que al punto sueñan con honorarios; sobre los lábios de las damas, que soñando, se ponen luego á besar: estos lábios irritan á Mab con frecuencia porque exhalan artificiales perfumes y los acribilla de ampollas. A veces se pasea el hada por las narices de un palaciego, que al golpe olfa-