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LIBRO I.

Del lago ardiente aplauden, cual si fueran
Deidades que á sus fuerzas la debieran,
Ignorando que Dios la permitía
Para más confusión de su osadía.
«¡Es esta la región, es este clima.»
Grita el precito Principe, gimiendo,
«Que hemos cambiado por la excelsa cima
»Del cielo, por su estancia luminosa!
»Sea así, pues que aquel cuya espantosa
»Fuerza está de la suerte disponiendo,
»Lo halla por justo. Cuanto más remotos
»De él estemos, pues somos desiguales
»A él en poder, aunque en el resto iguales,
»Tanto más consolados viviremos.
»¡Adiós, pues, dulce objeto de los votos
»De nuestro corazón! ¡Adiós, moradas
»Celestiales! ¡Mansiones deleitosas
»Del gozo, á donde nunca volveremos,
»Por siempre adiós! ¡Salud, oh temerosas
»Regiones por las sombras habitadas!
»¡Salve principalmente, oh tú, hondo infierno!
»Tus puertas abre á tu Monarca eterno,
»Al nuevo poseedor de tus horrores,
»A aquel cuyo carácter inflexible,
»Por más que el cielo agote sus furores
»Sobre él, que corra el tiempo, ó que cambiare
»De lugar ó de estado, es imposible
»Que la menor mudanza experimente.
»¿Y á que mudar? En donde me encontrare,
»Formar puede ini mente,
»Pues que en sí sola existe, si es preciso,
»Aun del infierno mismo un paraíso,
»Como del propio cielo un cruel infierno.
»Nuestra dicha consiste,
»No en la naturaleza del externo