el tenor de su vida y ella. Es que lo que le preocupa más de todo, y lo que lo matará al final.
¿Ahora-deberé confesarlo?—una doble duda, una pregunta duplicada, un misterio de gemelos siameses—por así decirlo,—me perseguirá como un par de pesadillas, mientras haya memoria vive en mí. Al dejar las costas de México, me llevo en mí muchos recuerdos agradables en que viviré con satisfacción por años; pero hay una amarga acechando mi copa de felicidad; una aguda espina—por decirlo así,—cerca bajo la rosa de mi felicidad. Aquí es donde entran mis dudas.
Mientras viajábamos un día a través de las montañas de Jalisco, vimos un hijo de la tierra,—vestido con escasas ropas—despeinado y con un ruinoso sombrero—poniendo una cara que aún llevaba el sello de gran orgullo de la raza altiva conquistada por Castilla,
—seriamente ocupado en la humilde tarea de conducir un cerdo al mercado. Tenía amarrado al cerdo de la pata trasera, y estaba tratando de guiarlo jalando la reata con su mano izquierda, mientras lo animaba a avanzar mediante la aplicación vigorosa un olote en su trasero con la derecha.
