haber, haciéndolo, merecer el bien de su país y la humanidad en general. Fue debidamente agradecido, desde luego, y lo pateamos de un lado del carro al otro, con muchas bendiciones secretas al donante y el fiel sirviente que lo había regresado.
En el Palmar, la puse bajo mi cama, y me felicité por haberla visto por última vez, cuando el carro avanzó a la mañana siguiente. ¡Vana ilusión! En Orizaba, al día siguiente, fui a la Oficina de la diligencia para hacer unas transacciones, cuando el agente me dijo:
"Señor, perdió algo en Palmar, pero no se preocupe; estará aquí en la noche por diligencia. Son gente honesta y no tomarían nada de uno."
"¿Es dinero que encontraron?" Pregunté, fingiendo un descuido que estaba lejos de sentir.
"Oh no, Señor: una gran roca; de hecho, muy curiosa y sin duda muy valiosa."
Mi corazón estaba demasiado lleno para hablar, y solo pude dar las gracias y estrechar su mano en silencio.
Al salir de Orizaba lo intenté e innoblemente fallé, fue recogido y colocado en mi caja de sombrero, lo cual la apachurró; y así a pesar de todo lo que podía hacer, se aferraba a mí como pesadilla, y a su debido tiempo llegó a Veracruz.
Pero en esa antigua Ciudad fui dueño de la situación. Me hospedé en un hotel, hasta la de llegada del Sr. Seward de Orizaba,—habiendo ido a la costa en avanzada del resto del grupo desde allá—y no tenía a nadie que viera mis acciones, con la idea de siempre hacerme un servicio a pesar de mi mismo. Lo tomé una noche, cuidadosamente envuelto en papel, y lo llevé hasta el frente de la Ciudad, subí